viernes, julio 27, 2007

En estos tiempos de crisis

Por Kathy Vieira


En estos tiempos de crisis
… Por muchos años escuché discursos y charlas empezar con esa trillada frase. Entonces parecía que la crisis era temporal, pero después de poco más de 20 años en crisis, yo creo que todos estamos de acuerdo en que ésta está bastante bien establecida, y que posiblemente va a durar algunas décadas más. Aquel que lo dude, se sigue ilusamente alimentando de la idea de que un cambio de gobierno va a representar la solución a esta crisis venezolana. Para aquel que piense que 20 años son suficientes, debe aceptar que esta crisis no es coyuntural (una de esas palabras de moda en la política); lo que significa que sus causas son mucho más profundas y complejas que la mala balanza económica o la proliferación de la corrupción.

No son sólo los modelos económicos los que se vinieron abajo. Los modelos políticos obviamente fueron los siguientes en desmoronarse, pero ahora mismo también otras estructuras están siendo demolidas, entre ellas el modelo social que todos aceptábamos como natural, con todo y que dentro de éste, existen desigualdades profundas e inhumanas casi. Estamos ante una crisis social. Nuestra visión de la sociedad venezolana está cambiando radicalmente, los papeles que habitualmente asignábamos a distintos sectores sociales, sus roles, sus responsabilidades, sus valores y antivalores; todo está cambiando, y los que estaban arriba ahora están abajo, y algunos de los de abajo están ahora arriba. No podemos esperar que todos los de abajo vayan para arriba, porque en nuestra estructura social, aunque en crisis, todavía sólo unos poco pueden estar arriba. La práctica de la igualdad es una utopía para el ser humano, y no hablo de la igualdad monetaria, ni siquiera de la tan mentada igualdad de oportunidades; hablo de una igualdad mucho más fundamental, la inherente al ser humano, la que ante los poderes más sobrehumanos nos coloca a todos al mismo nivel, nos mide con la misma vara.

Cuando escuchamos la palabra pueblo, ¿Cuál es la imagen que se nos viene a la mente? ¿Cuál es la imagen del ciudadano? ¿Está el ciudadano mejor vestido que el pueblo? ¿Mejor educado? Píntame a alguien del pueblo. Píntame a un ciudadano. Píntame angelitos negros. ¿Son diferentes? ¿Por qué? Acaso el pueblo no es ciudadano también? Tenemos en nuestras mentes, muy arraigadas profundamente, imágenes, semblanzas, perfiles de las personas que conforman la sociedad, sabemos (o suponemos saber) cómo se visten, qué carros usan, cómo se peinan, caminan y hablan, qué música escuchan. Creemos saber además cuál es su rol en la sociedad, aquél que le hemos asignado en nuestro imaginario social. En nuestro escenario social, el pobre diablo que se sacrifica de modo sobrehumano, para traspasar los límites impuestos y lograr un mejor nivel de vida, se “supera”, sube en nuestro escalafón social. El rico, que por definición está en un nivel superior, si pierde todo su dinero (así sea porque lo regaló a los pobres), pierde su estatus. Admitámoslo, de nuestros padres, abuelos, maestros, políticos, gobierno y medios, de todos ellos hemos aprendido estos valores implícitos, ocultos, pero siempre presentes. De la boca para fuera todos somos iguales, pero en el día a día, en los detalles más simples e inocuos, la desigualdad se manifiesta y se practica.

¿De cuando acá una persona es socialmente más valiosa porque tiene más dinero? ¡La pregunta en sí es hilarante! El valor de una persona se manifiesta de múltiple maneras y formas. En una sociedad diversificada y compleja, todos tenemos un rol, algunos más públicos que otros, pero todos igualmente necesarios. Pero implícitamente llevamos el estigma de la posición económica (y por ende social), al punto de que posiblemente nos limitamos nosotros mismos a lograr nuevas metas o proponernos nuevos retos, porque suponemos implícitamente, que nuestra posición en la sociedad está definida por la zona de la ciudad en la que vivimos.

Los pobres van al cielo, sin embargo agradecemos a diario que no somos pobres. Queremos ir al cielo, pero siendo ricos en la tierra. Así cualquiera ¿no? Pobreza significa ausencia, en general de bienes materiales, pero también podemos ser pobres ciudadanos, pobres padres, pobres empleados, pobres en amor, pobres en espíritu. ¿Cuáles son los pobres que van al cielo, entonces? Los pobres que lo dan todo porque no tienen nada que perder, porque no temen perderlo todo, porque saben que no tienen nada realmente, excepto a sí mismos. Ésos son los que van al cielo, los que dan todo de sí en lo que sea que la vida los haya puesto a hacer, bien sea como albañil de construcción o como multimillonario dueño de consorcios, como diputada de la Asamblea Nacional, o como campesina en las faldas de las montañas andinas. Lo mejor de todo, es que este pobre casi seguramente verá el paraíso aquí mismo en la tierra: el producto de su esfuerzo traducido en el beneficio ampliado que genera más allá de sí mismo.

No es extraño para nadie, que un suceso traumático o trágico en la vida de una persona, conlleve a una evaluación profunda de sus propios valores, lo que muchos llaman un renacer, en que el abandonamos ideas y costumbres por largo tiempo practicadas. No es un proceso fácil, y puede tomar años aprender la lección. No nos sorprenda pues que nuestro país esté en el doloroso, traumático y largo proceso de re-estructuración social. ¡Ojalá no sea un simple cambio de piel, quizás por ello se esté tomando tanto tiempo, pero esperemos que el resultado sea una sociedad más consciente de sí misma y de todos los miembros que la integran! En 10 ó 20 ó 30 años más, en la escala de tiempo que necesitan las sociedades para cambiar, veremos qué resultó de la crisis venezolana.

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